Por qué confundimos creatividad, poder y misterio con aquello que solo refleja nuestras decisiones.
Por Ehab Soltan
HoyLunes – La conversación surgió sin solemnidad.
Una colega escritora, a la que admiro por su rigor y sensibilidad, me dijo hace unas semanas que se sentía más creativa en las sombras que en la luz. No lo decía en sentido figurado: hablaba de trabajar de noche, de habitaciones en penumbra, de escribir mejor cuando el mundo parece apagarse. Añadió algo más, casi como una evidencia compartida: que muchas decisiones importantes —políticas, económicas, incluso éticas— se toman “a puerta cerrada”, lejos de la luz pública.
La pregunta llegó entonces, casi inevitable:
¿tienen las sombras alguna importancia real en la vida humana?
No es una pregunta ingenua. Tampoco es nueva. Pero está cargada de errores que conviene aclarar, porque cuando confundimos metáfora con realidad, empezamos a justificar decisiones sin asumir su responsabilidad.

Empecemos por lo básico.
Una sombra no es una entidad. No tiene intención, ni voluntad, ni energía propia. En términos físicos, una sombra es simplemente la ausencia parcial de luz causada por un objeto que la bloquea. No emite nada. No actúa. No influye. Solo delata una posición: la del cuerpo que la proyecta y la de la fuente de luz que falta.
Esto no es una opinión; es un hecho bien establecido en física óptica y astronomía.
Entonces, ¿por qué insistimos en atribuirle poder?
Porque las sombras nos obligan a decidir sin información completa. Y eso incomoda.
En el ámbito creativo, por ejemplo, es cierto que muchas personas escriben mejor de noche o en espacios poco iluminados. Pero no porque la sombra “libere” creatividad, sino porque «reduce estímulos», interrumpe la vigilancia social y permite un diálogo más íntimo con el pensamiento. La creatividad no nace de la oscuridad, sino del silencio que a veces la acompaña. Confundir ambas cosas es poético, pero impreciso.
En el ámbito del poder, el error es más grave. Decir que las decisiones “funcionan mejor” en la sombra equivale a justificar la opacidad. No existe evidencia de que decidir a puerta cerrada sea más eficaz, más ética o más racional. Lo que sí sabemos, desde la ciencia política y la psicología social, es que la falta de transparencia «aumenta el sesgo, reduce la rendición de cuentas y facilita el abuso».
La sombra no mejora la decisión. «Solo protege al decisor de ser observado».
Aquí aparece otra confusión habitual: la idea de que las sombras afectan de forma distinta a hombres y mujeres, como si hubiera una sensibilidad biológica especial hacia lo oscuro. No hay estudios serios que respalden esto. Las diferencias observadas en la relación con la noche, el silencio o la introspección son culturales, educativas y sociales, no neurológicas.

¿Y el clima? Aquí sí conviene matizar.
En invierno, las sombras son objetivamente más largas. El sol bajo modifica la geometría de la luz. Además, la reducción de horas de luz natural afecta al ritmo circadiano, al estado de ánimo y a la percepción del tiempo. No por misticismo, sino por biología.
Durante la Navidad, el contraste se intensifica: luces artificiales brillantes en un entorno naturalmente oscuro. Es una escenografía perfecta para la confusión simbólica. Creemos que la luz decora y la sombra revela. En realidad, «la luz distrae y la sombra obliga a mirar con más cuidado».
Y ahí está el núcleo del problema.
No es que las sombras tengan importancia. Es que nos enfrentan a nuestra forma de decidir cuando la luz no es suficiente. El error pseudocientífico aparece cuando hablamos de “energías” para no hablar de responsabilidad. La palabra energía, fuera de la física, se ha convertido en un atajo emocional: suena profunda, pero no explica nada.
Ni la sombra crea, ni la sombra decide, ni la sombra guía. Creamos nosotros. Decidimos nosotros. Y a veces lo hacemos mejor cuando hay menos ruido, no menos luz.

Quizá por eso esta conversación ocurre en diciembre. Pedimos claridad justo cuando el mundo es más opaco. Queremos finales, balances, promesas, cuando las sombras se alargan sobre las aceras y las casas. No es una señal. Es una prueba.
La sombra no nos transforma. «Nos deja sin excusas».
Y la pregunta que queda, inevitablemente, no es qué poder tienen las sombras, sino esta:
¿qué tipo de decisiones estamos dispuestos a asumir cuando nadie puede vernos con claridad?
Eso —y no otra cosa— es lo que merece ser pensado.
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